Me acostumbré a la venganza, al rechazo del alma,
me acostumbre a las cenizas tras morir con el alba,
a la eterna soledad, a la cruz que nunca daña,
a verter en vida la muerte, a devorar las entrañas.
Me acostumbré a la rutina de perecer adicta
al espesor escarlata que me alimentaba,
a ser delatada tras mis púrpuras arterias,
etérea a esos ojos, que de mí, no quieren nada.
Me acostumbré a la no vida,
a surcar el aire olfateando la sangre,
a la inmortalidad tambaleada por la solitud,
a morir un poco a poco y muy despacio
cada vez que oteo mi horizonte y allá no hay nadie.
Me acostumbré a las punzadas delirantes
cuando palpito lejana a media luz.
A ser invocada en el temor de la noche,
evocada sólo cuando soy quién soy,
olvidada por los que eran desde antes.
Me acostumbré a no tener nombre,
a existir sóla y sólo en la sangre.
Me acostumbré y ahora
no encuentro forma de desacostumbrarme. (©Scb)
Autor del poema: Ingrid (S.C.B)
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